Embisten en contra de la autonomía de la CIDH y la defensa ciudadana

El Secretario General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, ha vuelto a emprender acciones que debilitan a la Organización y tuercen la normativa del sistema interamericano.

Política - Opinión 30 de agosto de 2020 Colaborador Colaborador
CIDH derechos

Esta vez fue en contra de la independencia y la autonomía de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), organismo que promueve la observancia y la defensa de los derechos humanos en la región. Veamos de qué se trata.

La Secretaría General interfiere en el nombramiento del secretario ejecutivo

El Secretario General decidió –de manera unilateral y sin consultar previamente a la CIDH– la separación de facto de Paulo Abrão de su cargo como Secretario Ejecutivo de la Comisión. Lo hizo a pesar de que, en enero de 2020, la CIDH, en el ejercicio de sus atribuciones, decidió por unanimidad renovar el mandato de Abrão para el periodo 2020-2024. Este puesto es de la mayor relevancia porque su titular se encarga de dirigir y planear todos los aspectos operativos de las labores del organismo. En la práctica tiene mucho poder de agenda, pues es quien se encuentra de tiempo completo en la sede de la CIDH en Washington y, además, posee una visión de 360 grados de las actividades de la misma. Se trata de un alto funcionario que debe contar con la confianza de quienes integran la CIDH, es decir, los comisionados.

Las normas establecen que el secretario ejecutivo será designado por el secretario general de la OEA a propuesta de los integrantes de la CIDH, quienes llevan a cabo un proceso público riguroso para identificar a la persona idónea. A lo largo de los años se estableció la práctica, amparada en la normatividad, de que el secretario general procediera al nombramiento inmediato, reconociendo así la autonomía de la CIDH para elegir, renovar o separar a sus funcionarios de confianza. Y esto es importante: para operar sin la interferencia de otros actores (Estados, grupos de interés o el propio secretario general), la CIDH requiere autonomía política, técnica y administrativa.

¿Qué pasó ahora? Almagro puso a trabajar a la Secretaría de Asuntos Jurídicos de la OEA para ofrecer una interpretación distinta sobre sus propias facultades en la designación del secretario ejecutivo. Una interpretación según la cual él puede decidir unilateralmente y sin consultar a la CIDH la no renovación del mandato. Es decir, puede meter su cuchara en el cuarto de máquinas del organismo. Tiene toda la razón la CIDH cuando denuncia que este acto es un “grave embate en contra su autonomía e independencia”.

Se sabe que en el territorio del Derecho siempre hay espacio para interpretaciones, en un sentido o en el otro. Por eso no deseo detenerme en la discusión legal per se, sino en el dato político: el Secretario General escogió este camino que va a contracorriente del espíritu de fortalecer las capacidades de la CIDH, a pesar de que él se presenta como un defensor de la democracia y los derechos humanos. ¿Por qué lo hace?

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La eterna insatisfacción de los Estados con la CIDH

El cargo de secretario general es de naturaleza eminentemente política. El líder de la OEA debe lidiar constantemente con los intereses y las presiones de los Estados miembros, sobre todo los más poderosos. Mucho más cuando, como Almagro, ha enfrentado una reelección complicada y tiene deudas que saldar. Precisamente en este caso, el Secretario General parece actuar como la correa de transmisión de las insatisfacciones de varios gobiernos a los que les incomoda el trabajo de monitoreo y defensa de los derechos humanos que la CIDH ha realizado en sus países.

Recordemos que en tiempos recientes muchos países del continente, incluyendo a Estados Unidos, han sido sacudidos por una alta conflictividad política y social. En muchas ocasiones, los gobiernos han respondido a la protesta social con el uso excesivo de la fuerza, arrestos arbitrarios y otra serie de violaciones a los derechos humanos. Esto ha multiplicado el trabajo –ya de por sí intenso– de la CIDH, que ha estado alerta y activa en estas situaciones nacionales.

A pesar de trabajar en un continente dividido por la grieta entre gobiernos de izquierda y de derecha, la Comisión ha actuado sin distinción del color político. Esto la ha dejado con muy pocos aliados. Por un lado, los gobiernos autoritarios de Nicaragua y Venezuela la aborrecen. Por el otro, destaca la animadversión del gobierno interino de Jeanine Áñez en Bolivia a partir del informe sobre los graves abusos cometidos después de la renuncia forzada de Evo Morales y la propuesta de establecer un Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI) para ese caso; el encono del gobierno de Lenin Moreno por la puntualización de las violaciones a los derechos humanos en el marco de las movilizaciones populares de octubre de 2019, y la molestia de Colombia por el llamado de atención sobre espionajes ilegales del ejército a periodistas, defensores de derechos humanos y líderes políticos. Esto sin olvidar la denuncia de la violencia racial policial en el Estados Unidos de Donald Trump y de las violaciones a los derechos humanos en las cárceles de El Salvador, por citar algunos ejemplos.

En este contexto general, en el que los Estados presentan una inclinación cada vez mayor a actuar sin restricciones ante la protesta ciudadana o al enfrentar los desafíos del crimen organizado, una CIDH autónoma y activa definitivamente estorba. Dado que la situación promete empeorar a raíz de las consecuencias económicas de la pandemia, se puede suponer que esta medida en contra de la Comisión es, como mínimo, un acto hostil para amedrentar a sus integrantes, una forma de “invitarlos” a poner límites a su actuación.

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La defensa ciudadana de la CIDH

Lamentablemente, los embates en contra de la autonomía de la CIDH por parte de los Estados son recurrentes: a ningún gobierno le gusta que se visibilicen los abusos de autoridad cometidos en su territorio y, mucho menos, si están políticamente cargados. Por ese motivo, no sorprende demasiado que, hasta ahora, solamente México y Argentina hayan manifestado oficialmente su desacuerdo con esta medida. Estos dos países comparten tres cosas: 1) una línea de defensa continua del sistema interamericano de derechos humanos que, mal que bien, se ha mantenido a lo largo de los cambios de gobierno (es decir, es una política de Estado); 2) un desacuerdo profundo respecto a la manera en la que Almagro se conduce como Secretario General, y 3) los noveles gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández todavía no han enfrentado críticas severas por parte de la CIDH por alguna situación ocurrida durante su mandato.

Aunque la posición de México y Argentina es correcta y útil, parece que están en un mar de soledad. Por ese motivo es necesario que se active la defensa ciudadana de la autonomía de la CIDH. Después de todo, los beneficiarios de que haya un organismo internacional que vigile la observancia de los derechos humanos somos nosotros, los ciudadanos.

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