Se necesita que crezcan las organizaciones productivas, no las cuentas en Panamá

#NotaDeOpinion POR RICARDO ARONSKIND para el Cohete a la Luna sobre el rol de Estado en la asignación de subsidios y medidas al sector productivo

Política - Opinión31 de mayo de 2020EditorEditor
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TODOS PIDEN
 

Causó malestar, entre sector adherentes al actual gobierno, la noticia de que diversas empresas muy grandes, incluso directivos y operadores políticos antigubernamentales, recibieron ayuda estatal para pagar los sueldos del último mes.

Algunos interpretaron esa medida como un signo de debilidad del gobierno de Alberto Fernández, que habría cedido ante las empresas poderosas; otros, como un guiño a los sectores empresariales para mostrar su disposición a cerrar la brecha; otros buscaron en el Ministro de Trabajo alguna responsabilidad, en cuanto a no discriminar entre empresas que realmente necesitan ayuda estatal y otras que bien pueden arreglarse sin ella.

Por supuesto que, mirado desde el sentido común, y en un contexto económico de extrema gravedad que causa una carga presupuestaria enorme, suena prudente ahorrar dinero que no sobra.

El caso merece ser analizado con mayor profundidad, porque muestra carencias de largo plazo del Estado argentino, errores en la concepción de políticas de promoción productiva y la necesidad de plantearse un enfoque superador. 

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La relación Estado-empresarios y el perverso caso argentino

La historia del siglo XX muestra una cada vez más estrecha relación entre los empresarios y el Estado en todo el mundo capitalista. En los casos más exitosos desde el punto del crecimiento y desarrollo económico, no fue una relación de mutua hostilidad, sino de complementación inteligente en la cual se generaron sinergias positivas, que fortalecieron a ambos. Luego de la Segunda Guerra esta relación se profundizó, lo que inquietó en su momento al Presidente Eisenhower, quien llegó a advertir al público norteamericano sobre los peligros que entrañaba el “complejo militar-industrial”. A ese complejo se le fueron agregando con el tiempo los laboratorios medicinales, las compañías de seguros y Wall Street.

En todos los países centrales se observó una fuerte interpenetración de intereses públicos y privados, como por ejemplo la “planificación indicativa” en Francia, donde a través de sucesivas rondas de consultas con las grandes empresas privadas el Estado francés definía un plan estratégico nacional, que en parte incluía los objetivos de las empresas privadas pero que al mismo tiempo los superaba, en función de las necesidades nacionales de Francia.

El caso más espectacular de relación estatal-privado ha sido el de Corea del Sur, que logró construir una economía considerablemente avanzada, partiendo de niveles muy bajos, a partir de un estrecha relación entre el Estado y un conjunto reducido de empresas que se volvieron grandes a partir de políticas públicas con metas muy definidas. Mucho apoyo, pero también mucho control del Estado. Premios para incentivar la calidad y competitividad y castigo por defraudar las expectativas y los recursos puestos por el Estado en estas empresas. Funcionó.

Hoy China es una gigantesca incubadora de empresas privadas que asustan a las gigantes de Estados Unidos. Huawei sola tiene registradas 80.000 patentes. Es evidente que los recursos estatales no están yendo a parar a guaridas fiscales y mansiones en lugares exóticos, sino a laboratorios, capacitación de trabajadores y plantas ultramodernas de producción.

Dicho sea de paso, el modelo de INVAP (Investigaciones Aplicadas, empresa pública que innova y exporta) debería ser mirado con mucha mayor atención en nuestro país.

Muchas de las políticas de estímulo al sector privado se sucedieron durante décadas en la Argentina logrando éxitos parciales, pero sin terminar de crear un sistema en el cual importantes corporaciones argentinas –“campeones nacionales”— tuvieran capacidad de “arreglarse solas” y de irradiar su progreso a toda la sociedad.

La particularidad del caso argentino fue que muchas de las empresas crecidas al calor de la protección y las transferencias de recursos del Estado adoptaron en las últimas décadas una absurda ideología anti estatal, liderando el ataque al ente público que en los países centrales es considerado el “protector de última instancia”. Sin los fondos aportados por estas grandes empresas, nunca hubiéramos sufrido las gigantescas campañas contra el Estado, desde Bernardo Neustadt y sus nietos mediáticos actuales, dedicados a denostar al Estado y reclamar su achicamiento, conjuntamente con otras políticas anti sociales para favorecer a las corporaciones.

La sociedad argentina no pudo disfrutar de los frutos esperados de las ingentes sumas volcadas en el sector privado argentino, ni de los regímenes de promoción, ni de las exenciones impositivas, ni de los créditos a tasas ínfimas, ni de las políticas de promoción de exportaciones, ni de los subsidios energéticos, ni de la protección arancelaria, ni de las transferencias tecnológicas sin cargo, ni de los blanqueos impositivos reiterados…

Un ejemplo de las limitaciones del estado desarrollista argentino fue la quiebra del Banco Nacional de Desarrollo, creado durante la dictadura militar de 1970, y cerrado por los peronistas neoliberales de Menem en 2003. Hay muchos bancos de desarrollo en el mundo, con relevantes funciones de promoción de la inversión estratégica, de la cual no se ocupa la banca privada. Sin ir muy lejos, el gigantesco Banco de Desarrollo Nacional de Brasil ha sido y es un instrumento de apoyo a la producción brasileña. En nuestro caso, el pésimo manejo público de ese instrumento estratégico llevó a usar cuantiosos recursos en apoyo al sector privado con mínimos resultados en materia de producción y desarrollo. Cuando lo cerraron, el sector privado le debía aún 6.000 millones de dólares, que nunca se recuperaron.

El neoliberalismo argentino no tiene problema en cuanto a la relación público-privado. Como su objetivo no es el desarrollo ni el progreso conjunto de toda la sociedad, se ocupa de lo que realmente lo mueve. Su forma de apoyar al sector privado consiste en depredar al propio Estado, o al resto de la sociedad (trabajadores, clases medias), como ejemplifican las políticas del menemismo o el macrismo.

Un ejemplo formidable de ese comportamiento predatorio es la promoción y el facilitamiento de la fuga de capitales, como se viene mostrando en las últimas entregas de El Cohete a la Luna.

Mientras el Estado que impulsaba el desarrollo no parecía en condiciones de direccionar la ayuda hacia sectores definidos, lo que lo llevaba a gigantescas inyecciones de fondos que en muchos casos no lograban de los efectos deseados, el Estado que promovía el subdesarrollo tendía a estrangular a la mayoría de las empresas mediante reglas, o falta de ellas, que servían a grupos particulares, que con el tiempo se poblaron en forma creciente de intereses rentistas y financieros.

Antes de las privatizaciones, el Estado argentino disponía de numerosos elementos de intervención pero lograba pocos resultados efectivos, en parte debido a la escasa coordinación entre todas las ventanillas que estaban abiertas para que el empresariado local recibiera transferencias. En realidad, parte de los grandes emprendimientos productivos que caracterizaron a aquella época de crecimiento nacional los tuvo que construir directamente el Estado.

El neoliberalismo aprovechó esa distancia significativa entre los muchos recursos gastados y los modestos logros para poner en el banquillo al Estado, y convencer a la sociedad de que desguazarlo era una excelente idea, y que de allí en más se abría una etapa en la que la iniciativa privada provocaría el milagro del crecimiento y la prosperidad. Pensamiento fantasioso implantado en base a dosis masivas de publicidad disfrazada de periodismo económico, que develó su falsedad en cada experiencia neoliberal. 

Argentina 2020


Efectivamente el Estado no puede tomar medidas económicas y discriminar entre beneficiarios de sus acciones según su adscripción política. Si la decisión es apoyar a las empresas que por las severas restricciones económicas no tienen ingresos para que puedan pagar salarios, poco importa quienes sean sus dueños, o cómo se llamen los trabajadores que serán beneficiados con la permanencia en su puesto de trabajo. Tampoco podría negarle créditos o subsidios a empresarios pyme que apoyaron proyectos económicos que los destruyeron.

Las decisiones son institucionales, porque se entiende que hay un valor para la sociedad en el rescate de empresas y puestos de trabajo, independientemente de la personalidad de sus dueños.

Pero la falta de “discriminación política” no significa que el Estado no pueda formular criterios públicos muy claros y transparentes sobre qué es deseable y qué es indeseable en cuanto al funcionamiento de las empresas. Debe dejar en claro qué tipo de empresas necesita hoy el país para crecer. Y eso quiere decir: no cualquier empresa.

Cuando en el 2002 el Estado Nacional decidió pesificar la deuda del sector privado con las entidades financieras, para rescatar a millones de ciudadanxs endeudadxs en dólares, primero fijó un techo de 100.000 dólares, para que sólo fueran rescatados los deudores más pequeños. Ese techo luego fue removido por las presiones de empresas muy importantes sobre el gobierno de Duhalde. Así el grupo Clarín logró que una deuda con el sistema cercana a los 3.000 millones de dólares fuera pesificada. De la misma forma, en ese proceso de pesificación se ayudó a todo el sector agrario exportador cuyos ingresos se habían multiplicado por tres gracias a la gran devaluación. Estos grandes jugadores no debieron ser equiparados a un empleado o un pequeño empresario, que ganaba en pesos, y que no podría pagar su deuda bancaria en dólares. No hacía falta pesificar a todo el mundo. De más está decir que esa medida indiscriminada no fue gratis, ya que la pesificación asimétrica obligó al Estado a emitir nueva deuda pública por aproximadamente 28.000 millones de dólares. Varios miles de millones de dólares se podrían haber ahorrado, si la gestión de la crisis hubiese sido más precisa.

En esa misma época, se promulgó una Ley de Emergencia Económica, que establecía, entre otros muchos alivios, subsidios a los gastos energéticos de muchísimas empresas. Una década después (2012), cuando se iniciaba el segundo mandato de Cristina Kirchner y ya nadie se acordaba de que habíamos pasado por una situación dramática 10 años antes, nos enteramos de que seguían vigentes los subsidios a la energía que consumían los casinos y las grandes empresas petroleras. Cristina quiso hacer sintonía fina –en realidad era poner ciertas cosas en su lugar—, pero otros conflictos políticos frenaron esa necesaria corrección.

En esos años pos-neoliberales pudimos ver la reaparición de políticas públicas con un sentido socialmente razonable, porque buscan el rescate de empresas y de empleos, pero tomadas de forma tal que terminan generando despilfarro de recursos públicos, mientras faltan recursos para políticas más relevantes. Por ejemplo, eliminar completamente y rápido las viviendas precarias en todo el país.

Quizás lo que acaba de ocurrir con los ATP (Asistencia al Trabajo y la Producción) tenga que ver con en ese mismo problema. La incapacidad estatal para realizar una discriminación inteligente y una asignación más productiva de sus recursos.

La superación del Estado bobo

El país acaba de salir de la pésima gestión económica macrista –que fue apoyada por todas las grandes entidades empresariales—, y ahora está embarcado en la superación del default de hecho con sus acreedores, mientras debe sostener una economía estragada por la pandemia. No hay ya espacio para un Estado que trate a todos por igual (desde el trabajador informal hasta las multinacionales) o que apoye exclusivamente al capital más concentrado.

Es hora de que la sociedad sea capaz de debatir y formular el perfil que necesita de las empresas, o en términos más amplios, de las unidades productivas. Para el país no da lo mismo los que producen y acrecientan los bienes y servicios disponibles que los que especulan sin agregar valor, los que tratan a toda costa de mantener al personal de quienes lo echan apenas pueden, los que realizan inversiones para ampliar la producción de los que fugan sus ganancias, los que innovan y desarrollan nuevas ramas modernas de los que disfrutan de una renta conseguida en forma espuria, etc. Estamos diciendo que hoy, por ejemplo, es mucho más valiosa para Argentina una cooperativa productora de alimentos que una supuesta moderna empresa intermediaria que esquilma a los productores y a los consumidores (o al Estado).

En base a un conjunto de criterios absolutamente objetivos sobre el comportamiento de las empresas en las dimensiones que el país más necesita en este momento, se podría confeccionar un puntaje, una clasificación en base a genuinos méritos empresarios. Scoring, como les gusta llamar a las empresas privadas, que utilizan el sistema con sus clientes precisamente para establecer premios y castigos.

Ese puntaje debería ser la vara con la cual el Estado mediría su disposición a ayudar, promover y defender a las empresas que enriquecen a toda la comunidad, o por el contrario, la decisión de no poner un peso en empresas rentistas que usan las transferencias públicas para aumentar el patrimonio personal de los dueños. Se necesita que crezcan las organizaciones productivas, no las cuentas en Panamá.

En la era de la información, de las computadoras, del big data, es inconcebible que el Estado Nacional y las provincias y municipios no puedan cruzar 30 ó 40 datos fundamentales sobre las características productivas, laborales, impositivas, innovativas, exportadoras, de las empresas argentinas y la contribución que efectivamente realizan a la economía. ¿Es valioso que generen redes productivas locales? ¿Es valioso que impulsen el desarrollo regional, en un país que necesita imperiosamente descentralizarse, como ha mostrado la pandemia? Sería también una forma de indicarles con total precisión a todxs quienes quieran ponerse a producir algo, qué quiere el país y cuáles son los comportamientos empresarios que valora y cuales rechaza.

También permitiría reducir la arbitrariedad en la asignación de fondos por parte de los circunstanciales funcionarios, y acotaría la capacidad de pedir favores y de que les sean otorgados a los habitantes eternos de los pasillos ministeriales.

El Estado no debe ser una mera apoyatura a los negocios de los grandes capitales, como está implícito en la lógica de la globalización en la periferia latinoamericana.

El uso eficiente de los recursos públicos, en manos de los neoliberales, es sólo un slogan para ajustar a las mayorías y otorgar negocios a las corporaciones.

Pero para un gobierno popular, el uso inteligente de los apoyos y estímulos al sector privado más dinámico y productivo puede ser una excelente herramienta para aliviar con mayor rapidez y efectividad los problemas y dificultades que hoy atraviesan las mayorías argentinas.

Fuente: el cohete a la luna

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